Esta semana estamos leyendo la historia de Noaj (Noé) en todas las sinagogas del mundo. Una de las cosas que llama la atención entre las primeras palabras de esta historia es la declaración que
La Tierra se corrompió ante Dios (Bereshit 6:11)
¿En qué sentido puede la Tierra corromperse? Los humanos somos los que tenemos el potencial de corrompemos. Pero la Tierra no puede portarse bien o mal porque no reflexiona del modo que nosotros lo hacemos. La Tierra hace lo que hace. Existir para la Tierra es «ser Tierra».
Sin embargo uno de los desafíos más grandes para los humanos es tomar conciencia que la Tierra es una extensión de nosotros mismos. Lo olvidamos fácilmente. Cuando pateamos sin querer una silla no nos enojamos con lo estúpido que ha sido nuestro dedo del pie sino la silla. Así terminamos pensando en dualidades en lugar de una unidad. Entendemos la silla que pateamos como algo separado de nosotros. Pero la silla hecha del mismo material que la Tierra tampoco sabe hacer otra cosa que ser silla.
Los últimos serán los primeros
Entender esta diferencia lingüística es entender algo de cómo la Tora está escrita. El contenido de la Tora fue revelado por Dios y filtrado por Moisés, un ser humano. El ser humano es el que atribuye características humanas a cosas que no son humanas. De otra forma no sabríamos cómo relacionarnos con ellas. Existir para el ser humano es «ser humano». A diferencia de la Tierra que «es Tierra», el «ser humano» es una acción, un verbo inacabado.
Pero la Tora es la palabra revelada de Dios y su contenido debería tener algo más para decirnos que simplemente una caracterización humana de la Tierra corrompida. Según una enseñanza del Rabino Dov Ber, el Maguid de Mezrich, la generación del diluvio separó el continuo natural que debería existir entre el ser humano y la Tierra. Así el ser humano puso la tierra y lo material por encima de la espiritualidad. La corrupción fue que la Tierra estaba ante Dios. Es decir que la fascinante lectura del Maguid entiende la palabra «ante» en forma literal: se le dio prioridad a los asuntos terrenales por sobre los asuntos espirituales. El error de la gente fue que preferían «la Tierra» y sus deseos materialistas antes que a Dios. El materialismo se convirtió en el valor más importante y la santidad pasó a un segundo plano. Pero este no fue el verdadero problema…
El poder de la bendición y el delicado equilibrio
Si comprendemos la espectacular sabiduría del Maguid, entendemos que ni la Tierra ni Dios tienen que venir uno antes que el otro. Ambos deben convivir en una perfecta sincronía. Para la tradición judía lo material no es malo en sí mismo. No es malo tener comida, ropa y un techo. No es malo tener dinero para poder ayudar a otros que tienen menos. No es necesariamente malo poder disfrutar de todo lo material que nos rodea. En conclusión lo material no es ni bueno ni malo: es neutro. Pero el desafío es ¿cómo hacemos para que lo material no se haga malo ni nos corrompa? La respuesta es espiritualizando la materia. Y ¿cómo espiritualizamos la materia? Bendiciéndola a cada instante.
El judaísmo esta repleto de bendiciones, fórmulas creadas por los Rabinos que empiezan con Baruj Atá, Bendito eres Tú. Una bendición es decir el bien. Es reconocer lo maravilloso que es tener el pan material y santificarlo agradeciendo a Dios por su existencia. Lo mismo ocurre con todo lo demás. Hay un materialismo que potencia lo divino y un materialismo que lo pone antes que a Dios. Nuestro esfuerzo es balancear lo que percibimos como dos cosas separadas que en realidad no lo están. En otras palabras, cada uno de nosotros debe hacer sagrado lo material y materializar la presencia de Dios en todo aquello que percibimos.
Somos interpelados a responder constantemente si estamos respetando este balance cósmico. Debemos tener presente si lo material que poseemos está al servicio de algo espiritual o simplemente para nuestra efímera existencia. Cuando al final del viaje nos vamos no nos llevamos nada. Todo lo material que poseemos queda en la Tierra.
Al final del relato de Noaj aparece un arco iris que sirve como pacto para recordar que Dios promete no volver a destruir el mundo nunca más. Pero Dios no promete que los seres humanos no terminemos destruyéndonos a nosotros mismos. Está en nuestras manos que en este mundo la energía nuclear (entre tantas otras poderosas materias) nos ayude o nos fulmine. La materia es destructible. Dios lo sabe muy bien porque lo destruyó todo para que nosotros empecemos de nuevo en una Tierra mejor. Es el espíritu lo que vive eternamente y nosotros lo sabemos muy bien porque hay una parte de Dios en cada ser humano.