Hace muchos años en el norte de Israel, en la ciudad de Tzfat, el hombre más rico de la ciudad dormía (como de costumbre) durante las plegarias del Shabat por la mañana. Cada tanto se despertaba tratando de acomodarse en los duros bancos de madera y luego volvía a hundirse en un profundo sopor. Entre sueños escuchó parte de la lectura de la Tora que tocaba esa semana y en dicha lectura, entre los versos de Levítico 24:5-6, Dios le instruía a los hijos de Israel que traigan 12 panes a la mesa del antiguo tabernáculo móvil que los israelitas utilizaban mientras atravesaban el desierto.
Cuando las plegarias terminaron, el hombre rico se despertó sin darse cuenta que lo único que había escuchado fue la lectura de la Tora en la cual Dios le pedía 12 panes. Confundiendo su somnolencia con la realidad pensó que Dios mismo se le había revelado en las plegarias pidiéndole que traiga 12 panes a la Sinagoga. Sintiéndose honrado por el hecho que Dios lo había convocado también se sintió medio tonto: de todas las cosas que Dios podría necesitar de Sú elegido, traer 12 panes no parecía algo tan especial o sofisticado. Pero ¿quién era el para argumentar con Dios? Así que apenas terminó Shabat se puso a hornear pan.
Al regresar a la Sinagoga al día siguiente decidió que el único lugar donde debía dejar su ofrenda de pan era al lado de la Tora. Con mucho cuidado arregló los panes y le dijo a Dios: “Gracias Dios por decirme lo que Tú necesitas de mí. Complacerte me hace feliz”. Y luego se marchó
Apenas había dejado la Sinagoga, el judío más pobre de la ciudad, el portero de la Sinagoga, entró al santuario. Se acercó a la Tora y en una solitaria confesión habló con Dios: “Oh Dios, soy tan pobre. Mi familia sufre de hambre; no tenemos nada para comer. A menos que Tú hagas un milagro seguramente pereceremos”. Luego, como era su costumbre, caminó alrededor de la Sinagoga para arreglar un poco y ordenar las cosas. Cuando ascendió a la Tora abrió el arca donde se guardan los rollos y ahí dentro ante sus ojos había ¡12 panes! “¡Dios! ¡No tenía idea que trabajabas tan rápido! Bendito eres Tú que escuchas las plegarias”. Luego corrió a su casa para compartir el pan con su familia.
Al finalizar el día el hombre rico pasó por la Sinagoga curioso de saber si Dios había comido sus panes. Ascendió a la Tora, abrió el arca y vio que sus panes habían desaparecido. Fascinado por este milagro exclamó: “¡Esto es maravilloso! Puedes estar seguro que traeré 12 panes más la semana que viene”.
Así comenzó el intercambio semanal entre el hombre rico y el pobre creyendo ambos que todo esto era la obra de Dios. Luego de varios meses y como cualquier ritual, la entrega y retiro de la ofrenda de pan se convirtió en una rutina. Ninguno de los hombres pensaba demasiado cómo era que esto sucedía. Pero un día el rabino se quedó mirando el escenario y pudo entender qué era lo que estaba sucediendo.
El rabino entonces los convocó a ambos y les dijo lo que habían estado haciendo. “Ahora entiendo” dijo triste el hombre rico “Dios no quiere realmente mi ofrenda de pan”. “Lo comprendo” comentó el hombre pobre “No es Dios quien está horneando este pan para mi familia”. Ambos temieron que la Presencia Divina ya no formaría parte de sus vidas en este ritual que había resultado ser una falacia.
Entonces el rabino les pidió a ambos que miren sus manos. Mirando al hombre rico le dijo “Tus manos son las manos de Dios que ofrendan pan al que tiene hambre”. Luego mirando al hombre pobre le dijo “Tus manos también son las manos de Dios que reciben regalos de aquellos que son bendecidos con mucho más de lo que necesitan”. “Por lo tanto” concluyó el rabino “pueden ver que Dios está presente en sus vidas. Continúen horneando, repartiendo y recibiendo. Sus manos son las manos de Dios.”
*Esta historia está tomada del libro «The Book of Miracles» por Lawrence Kushner quien se la atribuye a su maestro Rabbi Zalman Schachter Shalomi.