En la publicación anterior vimos que la auto-estima debe estar enraizada en la idea que estamos hechos a imagen de Dios (Génesis 1:26). Esto nos recuerda que si depositamos nuestra auto-estima en fenómenos cambiantes (nuestra belleza, dinero o trabajo) nunca sabremos el verdadero valor de nuestra existencia. Pero si sentimos que somos importantes todo el tiempo lograremos atravesar mejor los momentos fáciles y difíciles que la vida como unidad indivisible nos propone.
¿Pero qué significa realmente estar hechos a imagen de Dios?
La imagen de Dios es precisamente esa parte que no podemos nombrar ni señalar. Es la chispa divina que nos hace únicamente quienes somos y no otros. Cuando insistimos en la importancia de la imagen de Dios enfatizamos que es eso lo que hay que cultivar y trabajar. El error es querer medirnos tratando de robar la imagen de Dios del prójimo. Lo que nos hace imagen de Dios es que al igual que Dios nosotros también somos únicos. Nuestra unicidad no puede ser medida por nuestra habilidad para hablar, comprender o incluso amar. Simplemente es lo que es y lo que llevamos durante un tiempo por todos los lugares y las personas que conocemos. Lo más hermoso de nuestra imagen de Dios es que como las estrellas, aún cuando sabemos que han desaparecido hace miles de años, nuestra luz puede seguir guiando e iluminado en el recuerdo que dejamos de nuestra imagen de Dios.
En la vida real a diferencia de Hollywood no hay “dobles” para las escenas de riesgo. No hay realmente dos momentos iguales, pensamientos similares ni personas idénticas. Cada cosa tiene su propia inclinación porque Dios no puso exactamente lo mismo en cada elemento de Su Creación. Sin importar cuán parecido nos resulta todo a veces, una de las maneras para erradicar la idolatría y eliminar el odio es recordar que nosotros mismos somos una imagen de Dios.